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Mientras estuve en ese lugar nunca pude deshacerme de ciertos barroquismos que siendo dignos de un buen amigo del Rey Salomón hacían reír a chilenos, colombianos, nicaragüenses, brasileños, y algún gringo renegado; todos buenos amigos que compartían la casa, casa de nadie, el lugar más aledaño a la metrópoli, fundado encima de un contenedor de desechos tóxicos; donde, a pesar de todo, la gente vivía feliz ante el vasto mar y la apacibilidad de una completa isla.
El recibimiento de los Nicaragüenses fue el más peculiar, frente a mis narices uno de ellos le preguntaba al compañero de al lado: -¿Y este hijoeputa de donde salió?- mientras me miraba con una sonrisa un tanto cínica y temeraria. La exacerbación de la mirada es ya un pecado en mi y más aun contar detalles tan baladís. Sin embargo continúo.
En un momento deliberaba el rumbo de la noche, ¿dormiría en la calle, o quizás en un hostal de 25 dólares? Aparece un personaje en cuyo haber, parafernalia, cachivaches y una mochila olorosa a hierba figuraban, tenía un gusto por los tentempiés, banderillas de tomate cherry, queso, pan y vino, así de fácil. Todos provenían de lugares remotos, sin dejar de trabajar.
Al paso de los días uno a uno se fueron marchando a destinos insospechados, ciudadanos del mundo con el precedente de buscar justicia social en donde sea, pero siempre como "la tamalera", vendiendo y comiendo de la olla. De ellos solo el recuerdo, “de su andar solo el murmullo” dirían en Uruguay.
Bandeja paisa, de Colombia; chimichurri para un churrasco Nicaragüense; porotos negros cocidos de Brasil y con riendas, de Chile, además de una curiosa hamburguesa de soya de marca Amy’s.
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